Goma


San Casimiro
octubre 20, 2010, 10:54 pm
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En 1942, la guerra no existía en San Casimiro. La venta de una mula, que el ciudadano alcalde sería el padrino del doceavo hijo de la familia Calvillo o el comienzo de la cosecha del maíz era lo que los pueblerinos escuchaban en las cantinas, el sermón del padre Fulgencio o en las tiendas de las esquinas. Lo más cercano que la gente escuchaba de aquella guerra ajena eran los hijos que nacían sin padre: «ha de ser hijo de un soldado» decían las comadronas al salir de la iglesia, mientras compraban verduras en el tianguis, pues no concebían otra razón para que una criatura naciera solamente con su madre. Caridad era una de tantas novias de soldados, sola y embarazada; no tenía familia, llegó al pueblo sin que nadie se diera cuenta y trabajaba para un par de ancianos que no fueron capaces de darle hijos al mundo, vivía con ellos y los atendía con esmero y poca estima. Era una muchacha que sin ser bonita, llamaba la atención de los transeúntes cuando iba al molino por las mañanas, no asistía a misa y nunca se le escuchó decir una palabra por la calle, por eso mismo era uno de los temas recurrentes del pueblo, Caridad, la recia, embarazada de un soldado.

Durante las últimas semanas de su embarazo, los ancianos se esmeraban prodigándole cariños y concesiones, pero Caridad no dejaba ninguna de sus tareas. Tardaba casi una hora subiendo la cubeta llena de agua desde el fondo del pozo y no permitía que nadie le ayudara. Sin decir palabra planchaba las camisas del señor mientras vigilaba la olla de los frijoles y forjaba en su mente el plan de irse a la capital. Doña Margarita le acercaba tés de gordolobo y de linaza y le apartaba un cuenco de leche tibia en las mañanas que Caridad vaciaba en la botella y volvía a guardar en el desvencijado refrigerador amarillento y ruidoso que los ancianos se negaban a sustituir. Nunca la escucharon quejarse y aún en el noveno mes seguía yendo todos los días a las cinco de la mañana por la masa para hacer las tortillas del desayuno y el atole blanco. Un día, cerca del alumbramiento, el cansancio dobló sus piernas y cayó por los últimos escalones cuando bajaba de hacer las camas; la casa estaba sola y aunque un dolor intenso en el vientre hizo rodar unos lagrimones por sus mejillas, se levantó y le dijo, quedito, a su retoño «aguántese mijo, que usté viene a este mundo a darse piores caidas questa». Y aguantó, el niño tardó todavía nueve días en salir al mundo.

Nunca nadie sabría quien fue el padre de la criatura. En su lecho de muerte, Caridad deseó con todas sus fuerzas verlo llegar, pero eso no ocurrió. Ni el fruto de sus primeros pasos como madre estuvo ese día con ella. La acompañaron su hija con otro hombre y dos hijos de un hombre más, pero el primogénito no estuvo presente; viajó un día por la tarde para llegar a la velación y se fue por la mañana antes de que la enterraran. No dijo ni una sola palabra. Él también deseó con todas sus fuerzas saber quien fue su padre y tampoco eso ocurrió.

Los ancianos ofrecieron pagar un doctor de la capital para que atendiera el parto de Caridad, pero ella, siempre en voz baja, les dijo que ella era sola y que sola tendría a su chamaco. Ella no lo sabía en ese entonces, a sus diecisiete años su madurez para el trabajo y su sentido de responsabilidad eran mucho mayores que sus emociones y que su amor, pero su hijo también crecería solo, se convertiría en el hombre solo; tendría muchos hijos, nietos, encontraría a un sinfín de gente a su paso, viajaría por todo el país y tendría el amor incondicional de una mujer, pero seguiría solo, como lo estaba desde que el instante en que fue concebido. Para Caridad tener un hijo se uniría a su larga lista de responsabilidades, de deberes como persona, y no sintió jamás una chispa de ternura ni de amor por la criatura que crecía dentro de ella. Se comparaba a sí misma con las vacas que veía en los corrales en su camino al molino, panzonas, pero estoicas, sin quejarse, teniendo a los becerros de pie y éstos levantándose a las pocas horas a mamar por primera vez la teta materna. Cuando se bañaba veía largamente su cuerpo, y pensaba que la única diferencia con aquellas vacas eran sus dos flacas piernas por que incluso veía manchones blancos en su piel morena de india y sus senos colgantes, llenos de leche que bien podrían servir para llenar las botellas del refrigerador. Se veía y se tallaba fuertemente los sobacos, para no oler a vaca, para diferenciarse más, por que ella trabajaba más, hacía más que solamente pastar y amamantar. Las lágrimas salían sin remedio pero ella no las sentía en su corazón, su piel las confundía con las gotas que caían de la regadera amarrada a un palo y que jalaba con una cuerda para enjuagarse.

El dos de febrero de ese año cayó en lunes. Los señores comían mientras Caridad remendaba sus tres vestidos en su cuarto del jardín. Cuando sintió que era hora, se dirigió al baño y tuvo a su hijo en cuclillas. Lo recogió y lo envolvió en unas toallas que había preparado y luego lo dejó en su catre mientras limpiaba los restos de su propio parto. Lo tomó en sus brazos y con una habilidad inscrita en sus genes hizo una coladera para amamantar a su hijo mientras terminaba sus remiendos. Luego lo volvió a dejar en el catre y siguió con sus labores en la casa. Doña Margarita se dio cuenta hasta la noche, cuando Caridad le sirvió la cena, de que ya había un nuevo habitante en la casa; lo supo por que lo escuchó berrear, hambriento, ya que estaba casi ciega y no notó que Caridad no cargaba ya su panza enorme.
– ¡Caridad, hija, te has convertido en madre criatura!
– Nació a medio día, señora
– Pero anda y tráelo que quiero conocer al pequeño, deja, deja, la leche me la puedo servir sola, ¡tráelo, anda!

Fue por el como hubiera ido por una taza de azúcar o un bolillo de la alacena. El niño se calmó en sus brazos y ella lo atribuyó a que esa noche hacía frío y la friega del día la mantenía templada. La anciana lo observó muy de cerca y sus ojos ciegos escrutaron los ojitos muy negros del recién nacido.
– Éste niño ha nacido viejo, mi niña. Caridad no respondió.

Don Alfonso entró a la cocina y al ver al niño en brazos exclamó un «ah» bien fuerte y satisfecho, cual abuelo que mira por primera vez a su nieto. Abrazó a su mujer y ambos hacían le hacían juegos y daban voces mientras Caridad pensaba en dejárselos sobre una silla mientras acababa de servirles la cena.
– Hijita, el padre Fulgencio no tiene bautizos para este domingo, deberías llevarlo- dijo Don Alfonso.
– No señor, este hijo es mio y Dios nada tiene que ver con él
– Pero no sabes lo que dices criatura, Dios va a cuidar de el, siempre, como cuida de todos nosotros
– Yo me cuido sola. Me voy de San Casimiro, me voy a la capital. Hubo un silencio por unos segundos y luego el niño comenzó a sollozar.
– Ya, ya- lo acarició doña Margarita. -¿Cómo te piensas ir mi niña, con un niño recién nacido? No seas cabeza de piedra, mira que aquí tienes todo para tí y para tu hijo, si nada te ha faltado.
– Mis razones tengo y me voy a ir. Para el sábado en la madrugada, me voy en el camión del correo.
– Nosotros… -Don Alfonso hizo una pausa. -Nosotros podemos cuidarlo un tiempo, si nos lo permites.
– Y llevarlo a bautizar- agregó la anciana.

Caridad, impasiva, apretó al niño en su pecho para que dejara de llorar. Nunca había dejado una tarea sin hacer ni un pendiente sin finalizar. Este hijo suyo era una orden, una orden que ella se sentía forzada a obedecer. Dudó, pero la fuerza de una nueva vida, de un comienzo sin órdenes le convenció de dejar aquella criatura a la suerte de dos ancianos que nada más que pocos años tenían por ofrecerle. Extendió los brazos y dijo que sí. Don Alfonso tomó al bebé y mientras lo contemplaba con su esposa, Caridad terminó de servir la cena. Amamantó de nuevo a su hijo y lo dejó sobre su catre. A la mañana siguiente, nadie fue al Molino, Caridad viajaba ya en los límites del estado.

Los ancianos despertaron con los llantos del crío y supieron en ese instante que el tiempo que se habían ofrecido a cuidarlo sería de los años que les restaban de vida. Mientras doña Margarita siseaba al niño hambriento, don Alfonso salió a conseguir una nodriza y una nueva muchacha que ayudara en la casa. Ambas mujeres se quedaron con la pareja hasta el final de sus días, teniendo de cierto que era nieto de los señores, a su cuidado tras la trágica muerte de su hija en una carretera. El domingo llevaron al niño al templo y el padre Fulgencio lo bautizó. Les preguntó qué día había nacido el varoncito y ellos contestaron que el lunes, día de la Candelaria.
-Yo te bautizo como Cándido, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. Amén»


3 comentarios so far
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Comentarios por Ale

Me gusto ya ansio la que sigue palabra nueva estoicas solo conocia el estoicismo como filosofia, adoc epoca revolucionaria =)

Comentarios por Yo

#Simegusta!! Va chingón, me gusta la narración, se te da re bien hablar como del ranchu… Lo que si… que pedo con tus nombres? Trauma genético?

Comentarios por maus




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